martes, 15 de mayo de 2018

Otro mundo, otro dios - María Victoria Reyzabal, poeta.

Francisco Morales Lomas
Audacia, compromiso y racionalidad en los poemas A un Dios indiferente de María Victoria Reyzabal por Francisco Morales Lomas.

Al finalizar la lectura de Plegarias a un dios indiferente (Ediciones Vitruvio, 2017) de María Victoria Reyzábal me han llegado de pronto a la memoria otras lecturas llevadas a cabo hace muchos años de diversos autores del siglo XX: Miguel de Unamuno y El cristo de Velázquez; Blas de Otero y Ángel fieramente humano, sobre todo su soneto Hombre; y Gloria Fuertes y su obra Todo asusta.

Son algunos ejemplos que me permiten contextualizar una tradición lírica en el siglo XX en la que se inserta la obra de María Victoria Reyzábal y en la que existe un elemento referencial (dios, en minúscula) que forma el núcleo temático y el hilo conductor de su construcción lírica.
El título ya encierra en sí un proyecto literario en el que existen dos conceptos cerrados: la plegaria y la indiferencia de dios. Plegaria es un término que viene etimológicamente del latín plicare, plegar, doblar. Las plegarias tienen una componente de oración, ruego, y, en cierto modo, de claudicación, si somos fieles a su étimo. Pero el discurso de Reyzábal es una imprecación. En un momento lo reconocerá ella: una blasfemia. Así le parecerá ab initio a los católicos que lean este libro, pero a los agnósticos o los incrédulos nos parece un hermoso canto al ser humano y a las contradicciones y creaciones de este en torno a dios y su imagen con una voluntad desmitificadora y creadora. Pero, además, desde el título se observa un principio rector: la indiferencia de ese dios hacia el “nosotros”, o sea, ese estado de ánimo en que no se siente inclinación ni repugnancia hacia nada ni nadie. Sin entrar todavía en el poemario sabemos ya muchas cosas de la obra que van a ser constatadas inmediatamente.


Son ciento cinco poemas estructurados en dos apartados:  Anhelos (52 poemas) y Extrañezas (53 poemas).  Títulos también que nos anticipan una idea muy presente en una importante tradición de la lírica con relevancia religiosa o humana: el anhelo o el deseo vehemente de ese dios inalcanzable o insólito y la extrañeza, como sinónimo no ya solo de desavenencia entre los amigos (ese dios ausente y el yo poético) sino de infrecuente, de ajeno. Un deseo vehemente que forma parte de la esencia del poemario. Desde primera hora, los poemas satisfacen una declaración, una llamada de atención sobre dios, que se convierte en oyente mudo de su relato. El yo poético querría que no fuera así, que existiera un dios preocupado por su rebaño, que se manifestara un dios cercano y presente, un dios no nos deje abandonados (“oh dios/ no me abandones/ aunque yo renuncie a ti/ agotada”).

Sus sensaciones en torno a ese silencio de dios, tan presente en la lírica de Blas de Otero o en la de Gloria Fuertes, le permiten ofrecer a María Victoria Reyzábal la perspectiva de su encuentro-desencuentro con la divinidad y, sobre todo, con el concepto en torno al que ha surgido y se ha desarrollado a lo largo de la historia de la humanidad.

El poemario es un monólogo interior de la propia escritora que, unas veces a través de un lenguaje descarnado, directo y sincero; y otras, a través de una simbología al uso con metáforas expresivas y símiles categóricos crea una imagen: el abandono del ser humano por la divinidad y la ausencia de una respuesta a sus males. Ante el dolor, ante la muerte, ante la degradación, se da la callada por respuesta.

Realiza un recorrido por la imagen que nos han transmitido de ese dios desde la infancia, y reconoce ese amor hacia dios, que progresivamente se va convirtiendo en una secesión (“expropiada de la fe”, dice), en una deserción, en un ser extraño.  Y surgen en muchos poemas la eterna duda unamuniana ante ese espectáculo que se ofrece de la divinidad toda a través de una continuidad racional consciente que la aleja de ese ser creado o imaginado. La temática de la búsqueda ante un ser ausente se concilia con la de la duda o la crítica fehaciente al papel que han jugado los propagadores de ese dios enajenado.


Hay una necesidad en el yo poético de entrar en el cuerpo a cuerpo: “quiero discutir contigo”, pero también de asumir el discurso de la audacia como instrumento para descarnar ese statu quo que no se acepta, contra el que la autora, llevada de una libérrima emoción, se rebela.

En ese recorrido por el desencuentro, la desesperanza toma su propia esencia: “ya no espero tu consuelo”, y hay un dolor humano que nace y se multiplica porque ese yo poético no tiene ninguna tabla de salvación a la que asirse llegando a deducir un nihilismo penitente que se consolida a lo largo de todos estos poemas que, a pesar de ser ciento cinco, son el mismo y único poemas, porque gráficamente existe esa voluntad, al no emplear signos de puntuación que corten la fluidez de este río de palabras y sensaciones, y por la ausencia de las mayúsculas para pasar de un poema a otro. En consecuencia, todo el libro puede ser leído como un único poema en varias situaciones o varios descansillos que sería la ruptura gráfica de esos ciento cinco poemas.


Hay un discurso feraz pero también desafiante (“yo no aceptaré la ciega servidumbre”), provocador, que se detiene en las calamidades personales y en un espíritu femenino que está muy presente en las continuas reivindicaciones preñadas de un discurso abierto al mundo, libre, lejos de las claudicaciones y de las imágenes estereotipadas que se han postulado sobre él. Como leemos en el poema LXI: “me reúno con las mujeres que barren las calles/ con las que conducen los taxis o autobuses/(…) con las que sufren cáncer de mama o de útero/ (…) me reúno con mis pensamientos/ y reflexiono acerca de la virgen maría/ una especie de madre soltera sin coito”. Y más adelante, en el poema LXV: “Cuántas mujeres te hemos suplicado”. En ellos se produce ese requerimiento de otra mujer, de otra imagen de la mujer, que no permanezca como subsidiaria de todo lo creado sino como parte activa de la creación, porque hasta ese momento, como dirá en el poema LXXXVIII: “las mujeres somos aprovechables/ desde el origen/ generalmente dóciles”

No tiene empacho en reconocer la autora que “es un discurso envenenado” este que está creando, en el que existe un hilo conductor ético y una defensa a ultranza del sentido de lo humano, con una evidente pretensión de raíz solidaria en la que no puede faltar la invectiva afligida a esa connivencia de la iglesia y su discurso con el poder, para convertirse ellos mismos en otro poder. Entonces su discurso es descarnado: “Ocupado como estás/ en enriquecer banqueros/ proteger corruptos/ ensoberbecer gobernantes/ embellecer modelos magníficas/ creo que la ética te importa un comino/ lo tuyo es la política/ el dinero/ la estética rococó”.  Esta incontinencia verbal hacia un creador en minúscula está pareja a una necesidad de poner de manifiesto los grandes problemas actuales y sobre todo la sensación personal de agonía sea o no en sentido unamuniano del término.

Son poemas en último extremo que la propia autora define como “tristes/ comprometidos/ absurdos/ paródicos/ prosaicos/ idiotas” pero, añadiría yo, profundamente racionales, conscientes y directos al corazón que surge hecho jirones, como dice en el poema LXXIX. Una poesía turbadora que lucha, que zahiere con rotundidad en la hipocresía social y trata de desmitificar, de reconvenir y mirar hacia el lado oculto de la historia para, haciendo resaltar todo el conato de podredumbre, revelar sus causas y aspirar a otro mundo, a otra sociedad, a otro dios que sigue, no obstante, anhelando, en una catarsis necesaria.

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