miércoles, 13 de diciembre de 2017

Cruzada de misterio - En islas extremas, Amy Liptrot - Volcano Libros



Maribel Orgaz - info@leerenmadrid.com
Es una paradoja: España, paraíso de biodiversidad en Europa, carece de literatura sobre la Naturaleza. Vivimos inmersos en el material pero no parece interesar como materia de escritura. La pregunta es  quizá, si el posible desarrollo colectivo de una sensibilidad hacia el entorno natural no está truncado ya por el cambio climático: nuestra preocupación principal es ahora el agua para beber. Nuestra mirada no parece que pueda abandonar la utilidad. 

Los lectores en español de nature writing se tienen que surtir, por tanto, de traducciones y buscar pequeños reductos en las editoriales como el de Erra naturae y su colección Autores salvajes; por eso, ha sido tan interesante la aparición de una editorial como Volcano dedicada exclusivamente a publicar este género.

En islas extremas de Amy Liptrot es uno de sus libros estrella -obtuvo el Premio Wainwright 2016 al mejor libro de naturaleza y viajes en Reino Unido-. Un libro cruzado de misterio. La autora nacida en las islas Orcadas se va a Londres en donde, en unos diez años, toca fondo: "quería el futuro ya". Y la vuelta a su paraíso escocés, y a su comunidad, le permite vivir de nuevo.

En el libro, un diario personal, no hay viajes ni una experiencia de Naturaleza sensorial: "nunca me he considerado, y me resisto a serlo, el tipo de persona saludable que disfruta estando al aire libre", afirma Liptrot. Las borracheras hasta caer en las convulsiones, la pérdida de un trabajo tras otro o de su pareja a causa de la bebida forman parte de la deriva londinense. Los baños diarios en el agua gélida de las islas y el estudio de las codornices son parte de la recuperación en el paraíso de las Orcadas.

La autora recuerda en un momento dado un poema del gran poeta de estas islas, Edwin Muir, de quien Jordi Doce ha escrito en su blog una hermosa entrada. Y es apenas esta referencia la que da  el enfoque a este libro. La vida antes de la Revolución Industrial y la irrecuperable vida de todo europeo tras la irrupción de las tecnociencias. Las mismas que nos han dado prosperidad y longevidad a costa de separarnos de la Naturaleza: "he dejado las adicciones, no creo en Dios y me ha ido mal en el amor, así que es ahora cuando encuentro mi felicidad y la válvula de escape en el mundo que me rodea". ¿A qué mundo de viento y de aves, de cielos inmensos volveremos todos nosotros tras nuestros excesos?


Caballos  
Edwin Muir


Al final de la tarde, apenas un año después
de la guerra de siete días que hizo dormir al mundo,
los extraños caballos regresaron.
Por entonces ya habíamos sellado nuestro pacto con el silencio,
pero aquellos primeros días todo estaba tan quieto
que el sonido de nuestra propia respiración nos asustaba.
Al segundo día
las radios se estropearon; movíamos el dial; ningún sonido.
Al tercer día un barco de guerra pasó ante nosotros en dirección norte,
sembrado de cadáveres en cubierta. Al sexto día
un avión cayó al mar sobre nosotros. A partir de ese instante,
nada. Las radios mudas;
y ahí siguen, en un rincón de nuestras cocinas,
y siguen encendidas, tal vez, en un millón de habitaciones
de todo el mundo. Pero ahora, si rompieran a hablar,
si de pronto les diera por hablar,
si al dar las doce una voz nos hablara,
no le haríamos caso, dejaríamos fuera
ese mundo maligno que devoró a sus hijos
de un bocado. No habría vuelta atrás.
A veces pensamos en las naciones que duermen,
arropadas ciegamente en un dolor impenetrable,
y la extrañeza de esta idea nos confunde.
Los tractores descansan en los campos; cuando se pone el sol
parecen acecharnos y esperar como monstruos marinos.
Están bien donde están, cubriéndose de herrumbre:
«Que acaben de pudrirse, nos servirán de abono».
Hacemos que los bueyes tiren de los viejos arados,
los mismos que juntaban polvo. Hemos vuelto
para ensanchar la tierra de nuestros padres.
                                                                    Entonces esa noche
al final del verano los extraños caballos regresaron.
Oímos un lejano retumbar en el camino,
un traqueteo cada vez más violento; se detuvo, luego empezó de nuevo
y al doblar el recodo se transformó en un clamor vacío.
Cuando vimos las cabezas
como una gran ola salvaje tuvimos miedo.
Habíamos vendido los caballos en época de nuestros padres
para comprar tractores nuevos. Y nos eran extraños
como corceles fabulosos en antiguos escudos
o ilustraciones de un libro de caballerías.
No nos atrevíamos a acercarnos. Sin embargo esperaron,
testarudos y tímidos, como si tiempo atrás
hubieran recibido la orden de encontrarnos
y revivir el lazo arcaico que dábamos por perdido.
En un primer momento no pensamos siquiera
que aquellos seres se dejaran domar o utilizar.
Había en la manada media docena de potrillos
paridos entre ruinas, en terreno salvaje,
y aun así frescos como si hubieran emergido de un edén propio.
Desde entonces arrastran los arados y llevan nuestras cargas,
pero esa libre servidumbre nos sigue traspasando el corazón.
Nuestra vida ha cambiado; en su venida está nuestro comienzo.

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