sintió un amago de dolor detrás de su sonrisa, una pequeña corriente eléctrica de soledad, al recordar los tiempos en que, destinado en Torrejón, en las afueras de Madrid, él y la pequeña iban los sábados al mercado a hacer la gran comida del domingo. Tenía el cabello dorado como su madre y le gustaba dirigirse a todo el mundo en español, con lo cual fascinaba a los dependientes. Después se iban a un café donde él se bebía media botella de vino blanco y ella un zumo de naranja que pedía lentamente con su voz pueril (…).
Hoy en día ya no queda algo que recuerde a la escena que Harrison describe en su libro. El mercado al que se refiere el protagonista estaba en un lateral de la actual plaza del Ayuntamiento.
Todo es una zona de tiendas modernas.
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