"La platea es cara y el lugar vistoso. El favorito de las casaderas"
Paulina Crusat
Paulina Crusat, autora de la novela Las ocas blancas (1959), reeditada por Visor en 2009 ha sido comparada con Virginia Woolf por el dominio del monólogo interior y con Marcel Proust y el uso de la memoria en la narración. Escribió, al igual que Lorenzo Villalonga en Bearn o la sala de muñecas (1956) a contracorriente de su tiempo, sobre una clase alta incapaz de adaptarse a las nuevas formas de hacer dinero. La novela española de los años 50 estaba inmersa en el realismo y el compromiso ideológico, centrada en la denuncia social, y estas obras cosmopolitas de escritores afrancesados no encajaban en la moda de aquel tiempo y por tanto, no fueron reconocidas.
Al igual que Lorenzo Villalonga, Paulina Crusat pertenecía a la clase alta, a la gran burguesía catalana, aunque por parte de madre, sus raíces eran andaluzas. Recibió una cultura "refinada y afrancesada, de viajes al extranjero y veladas en el Liceo barcelonés" en palabras de la experta en su obra Carmen González.
Su segunda novela, Las ocas blancas comienza dedicando ochenta páginas a describir en tempo lento una velada en el Liceo, el lugar al que iban las jóvenes "quizá a escuchar música o a buscar marido. Pero sobre todo para lucirse, para ser expuestas como en una feria y que los demás las contemplasen".
Desde las primeras páginas se reconoce de inmediato, el genio de una escritora desplegado en la presentación minuciosa de los personajes, en la evocación de los sueños y anhelos de una jovencita de apenas dieciséis años. Del talento de Crusat en recuperar un mundo fantasmal, el de 1916, un tiempo pasado en el que aún, el propio destino era una incógnita.
La novela tiene como protagonista a Monserrat Sureda, la representación fiel de la propia Crusat y el mundo en el que ella creció. En ese mundo, y en el de Monsi, la realización de una mujer, "su meta no era otra que la aspiración al matrimonio y el cumplimiento de ese requisito social".
Si bien esta clase social es objeto de crítica, "en cuanto a los principios esenciales de la feminidad establecidos por la sociedad no se ponen en tela de juicio en este libro", aclara Carmen González.
Y es aquí, en la sumisión a un casamiento íntimamente rechazado, en donde comienza el vía crucis de la autodestrucción de Monsi, "un fantasma revelador de la autora, (...) en última instancia, una indagación en su pasado, un recuerdo forzado para recuperar el dibujo que los años han borrado".
"Este es un libro de mujer, y escrito a la antigua", declara en un momento dado, Paulina Crusat sobre Las ocas Blancas. Y a la antigua significa que la protagonista intentó pelear con las órdenes de un mundo que se le venía encima, los mandatos sociales y los familiares.
En esta lucha fue vencida y la meta, el matrimonio con Miguel, el fin de un viaje, la llegada a un lugar de asfixia y amargura:
"Esta es la vida, éste es su modo de ser. Acercarse a las cosas es delicioso, pero al asirlas se recibe un coletazo. Te disgustó el día que le conociste; hoy te ha vuelto a disgustar. ¿Quién te dice que otro lo hubiese hecho mejor?... Esta es la vida. Aceptar es aprender, aprender es gobernar. Tener hoy cariño, mañana no, eso es de locos. Seguramente en esas cosas haya, como en todo, una continuidad. La consiguen las personas decentes, la gente sensata que no suelta ni deja ir y que sigue su camino hasta el fin".
"Ahora es él, la verdad y no queda más remedio que aprender su ley. No hay mucho de qué hablar entre ellos dos; no les gusta lo mismo. A Miguel no le interesa ni el teatro, ni el cine, ni los cuadros, ni las novelas, ni las vidas ajenas. Y todo lo que Monsi hacía antes, ahora lo tiene prohibido. Les queda el paseo, el tenis y poca cosa más. Aunque el tenis también presenta algunas complicaciones a causa de los celos de Miguel, porque casi todos los jugadores conocen a Monsi y la tratan con familiaridad. Sin embargo, Monsi acepta sumisa esa rutina del noviazgo. La ley se aprenderá y, al fin y al cabo, de lo que se trata es de servir, o esa es la opinión de Monsi a los diecisiete años sobre el compromiso que ha contraído con el ancho mundo".
En torno a Monsi y Miguel, se despliega un mundo de uvas escarchadas enviadas por un amigo al palco del Liceo, partidas de tenis semanales, de familias que gastan más en vestidos y en entradas para ir a sitios "que en instrucción"; en el que aprender idiomas "y un poco de piano, es bonito pero no es indispensable". De "tés de una sola doncella que mamá llamaba con sorna, de gala".
Esta clase alta, narrada en el momento de su ruina, contempla impotente la calamidad de que sus hijas estudien y trabajen. Y dos relatos se incrustan en la trama principal a modo de ejemplo, el de María Luisa que estudiará farmacia y el de África, contratada como maniquí en un taller de costura, que es consciente de que "ha variado su condición social: ahora pertenece a la clase de la gente que obedece". Y su gente "tiene una habilidad que por lo visto a nadie le falta, un matiz específico que es tan compatible con la efusión como con la sequedad: el saludo al inferior".
África y María Luisa, mujeres que se han adaptado a los nuevos tiempos, siguen siendo, paradojicamente y de manera inamovible, infravaloradas por su género. Cambiar todo para que nadie cambie.
Como profesional en el caso de María Luisa que licenciada en farmacia, lo que se le ofrece es ser niñera en el campo de un chiquillo de doce años sin advertirle siquiera que era tuberculoso y tras esta colocación, "y después de superar el Instituto, el latín, y la Universidad", dar clases de gramática en un colegio.
María Luisa desiste también de encontrar un compañero licenciado, ya que los universitarios prefieren "muchachas alegres que se hacen jerséis bonitos".
África, por su parte, explotada por las dueñas del taller, ha de añadir al desprecio de su entorno, el nuevo comportamiento de un amigo que se toma desde el primer momento, demasiadas libertades: "otro que sin saberlo le estaba reprochando su colocación. Trabaja una por decencia y los hombres creen que el primer paso hacia la indecencia es trabajar".
Paulina Crusat se asentó en Sevilla y al fallecer su marido, y ser madre de dos hijas, hubo de trabajar en una oficina mientras compaginaba sus labores de traductora, escritora y articulista en la revista Ínsula. Embajadora de las letras catalanas, publicó en 1952, una Antología de poetas catalanes contemporáneos, prologó las obras del escritor sevillano Manuel Halcón con quien mantuvo amistad y fue autora de cuatro novelas.
Su correspondencia con Juan Marsé, y el reconocimiento de su influencia, ha sido detallada por Josep María Cuenca en la biografía sobre este autor, Mientras llega la felicidad:
Que la casi olvidada escritora catalana Paulina Crusat había ejercido alguna influencia en esa fase de su vida era cosa conocida, pero ahora disponemos de una narración fascinante y ponderada –apoyada en generosas transcripciones del epistolario– de la relación entre un joven «tímido, serio y lacónico», pero no falto de ambición, y una mujer culta y sensible, cuya vida familiar había sido muy dura, pero que encontró tiempo para guiar con afecto y sinceridad los pasos de un escritor en agraz a finales de los años cincuenta. (...) Nunca, ni cuando llegó el éxito, Juan Marsé olvidó a su mentora; jamás hizo caso de su consejo de escribir en catalán, pero quizá no echó en saco roto la aprensión de Crusat de que sus escritos primerizos tuvieran «poca inventiva» y demasiada «atmósfera», como mandaban las pautas existencialistas y como cumplía a rajatabla la novela neorrealista española. De hecho, Marsé fue uno de los escritores que con más decisión dinamitó más tarde lo que habían sido sus propias convicciones. Y nada tiene de extraño, por tanto, que haya dedicado a la memoria de Paulina Crusat su última novela, Noticias felices en aviones de papel (2014).