Maribel Orgaz - info@leerenmadrid.com
Platón, un pésimo profesor de una materia inútil como es el griego clásico impartido en un rincón de una provincia cualquiera, se enamora de la hermana de compañero de instituto recién llegado. Ella es tan normal y corriente como cualquier mujer, le canta postres y calor humano.
Él, que escucha el mundo a través de dos libracos pegados a sus orejas y lo ve todo a través de unas gruesas y deterioradas gafas, se enamora pero tiene miedo. El espectador se pregunta, ¿de qué? Si el personaje duerme en un ataúd, es un muerto en vida. ("El Amo no come carne", dice su criado). De que salga mal esta relación, se supone. En realidad, miedo a la vida.
Hasta aquí suele ser el recorrido habitual de una representación de un texto de Chejov. Es triste, es melancólico, es vulgar o es ridículo. Parece que no hay forma de romper la superficie y todo se resuelve en seguir literalmente el texto. Una lectura mediocre que se detiene cuando intuye el abismo.
El verdadero Chejov se mostró ayer en este montaje: ese que fascina al hombre moderno, al hombre sin fe, más allá de la admiración formal de sus cuentos, de cómo escribe, de tantos escritores.
Qué no se hará en nuestras provincias de puro aburrimiento
¿A qué vida tiene miedo Platón? Y la respuesta es cruel y feroz a partes iguales: a otra igual de mediocre que la llevada de soltero atendido por un criado borracho. Sólo se trata de cambiar una solitaria vida vulgar en otra compartida pero igual de vacía y estúpida.
El corazón negro de la obra de Chejov, su nihilismo, siempre se le niega. Un espanto que en sus obras sólo se detiene en la admiración por la juventud de una mujer bella y unos días en el suave tiempo de primavera; un horror, un foso que se lo traga todo: el amor ridículo, la sociedad chismosa, el conocimiento inútil, el honor grotesco.
¿A qué vida tiene miedo Platón? ¿A qué vida, entonces, tenemos nosotros miedo? A ninguna, dice Chejov, incluso este temor es ridículo porque esta farsa grotesca y cruel que es la vida apenas dura un instante para desaparecer en la nada. Eso lo comprendió bien el público que al terminar la obra suspendió el aplauso. La verdad surgió en el silencio de la luz negra y nuestro ánimo. Desde control aplaudieron, nos arrastramos tras ellos.
Bernardo Riaza, Platón, proyecta su voz en el escenario como un milagro, algo casi imposible de escuchar hoy en día en tanto escenario. Sólida, poderosa, de una dicción perfecta.
Cada gesto, cada movimiento de actores sirven a la obra. Es la joya escondida de esta temporada, la oportunidad de sentir como espectador una experiencia de arte.
El Hombre inexistente
Dirección: David Amitín
El Umbral de Primavera
No hay comentarios:
Publicar un comentario